Sus ojos son oscuros, más oscuros de lo que alguna vez los he visto y mi corazón se agrieta dolorosamente en mi pecho. Está enojado conmigo…
Poco a poco me alejo de él, subiendo por las escaleras de vidrio transparente, a mi izquierda. Mis tacones sonando contra ellas, haciéndose eco en la tranquila habitación de hotel. Cuando llego a la habitación, me dejo caer en la cama, presionando mi cara en la almohada de raso morado.
¿Cómo esta noche se volvió una mierda? Sé que debería haberme quedado aquí en la habitación del hotel. Iba a hacerlo, pero Pedro insistió en que le hiciera compañía. Mira como resultó eso.
En algún lugar entre el llanto, escucho a Pedro romper cosas y gritar a la gente en el teléfono, caigo dormida.
Cuando abro los ojos, sigue estando oscuro, pero la luz de la sala está filtrándose por las rendijas. Me deslizo fuera de la cama y me tambaleo vacilante en mis tacones. Agarro la manija de la puerta y la abro lentamente. Esperando que Pedro se haya calmado y quiera mi compañía.
Al igual que antes, mis tacones suenan y bajo por la escalera. No puedo ver a Pedro en ningún lugar y no puedo oírlo tampoco. En la parte inferior de las escaleras, hay una pila dispersa de porcelana. Doy vuelta en el corto pasillo y abro el armario de la limpieza en búsqueda de un recogedor y un cepillo. El vidrio en tus pies no es una buena cosa. Me agacho y barro la mayor cantidad de vidrio en el recogedor como puedo. El suelo tiene una exuberante alfombra blanca que no lo hace más fácil.
―No tienes que venir limpiando detrás de mí. ―Su voz calmada me asusta, pero no me volteo para mirarlo por miedo a que me aleje de nuevo.
―Quiero hacerlo ―contesto, pasando mis dedos con cuidado sobre la mullida alfombra.
Estoy segura de que tengo la mayoría de las grandes piezas de vidrio.
Suelto una respiración calmada, controlada, y no tengo más remedio que dar la vuelta. Poco a poco, me enderezo y doy la vuelta. Mi mirada se posa sobre la apariencia perfecta y sin camisa de Pedro. Su expresión es ilegible y menea una copa en la mano. El hielo golpea contra el cristal llenando el incómodo silencio. Camino pasando a un lado de él y hacia la cocina de gran tamaño.
Abro el cajón de debajo del fregadero y lanzo los fragmentos de porcelana a la papelera.
Pedro coloca el vaso ahora vacío en la barra de desayuno en el centro de la cocina. Lo miro y cierro el cajón. Él todavía tiene sangre seca en su cara y quiero atenderlo, curar la herida en su ceja. Doy un paso adelante, una vez, haciéndole saber que quiero llegar a él. Asiente y prácticamente corro hacia él. Envuelvo mis brazos alrededor de su cuello, enterrando mi cara en su hombro.
―Lo siento mucho ―digo. Oh, Dios. Creo que voy a llorar de nuevo.
―Oye. ―Quita mis brazos de su cuello, obligándome a mirarlo a su cara―. Esto no es tu culpa. No hiciste nada. Todo esto soy yo. Sólo yo. ¿Entiendes?