Jose tiene la puerta abierta para mí y me esfuerzo para no mirar por encima de mi hombro mientras salimos del restaurante. El estacionamiento está vacío de cualquier persona y la iluminación es tenue. Me estoy pateando por no haber conseguido un espacio más cerca de la puerta. Puedo oír sus pies rayando molestos sobre algunas piedras y creo que le oí tropezar un par de veces, también. A lo lejos puedo ver mi auto y casi corro hacia él.
Desbloqueo la puerta y agarro la manija. Jose agarra mi otra mano y presiona sus labios en ella.
―Fue un placer conocerte. ―Su voz se arrastra y sus ojos se diluyen en rendijas borrachas.
Me duele la cara de tantas sonrisas falsas.
―A ti también.
Trato de retirar de mi mano, pero no la suelta. Tomo una respiración profunda para calmarme.
―Jose, suéltame ―digo con la voz más tranquila.
―No voy a hacerte daño. Sólo quiero un beso de buenas noches. ―Tira de mí hacia él y sus manos se empujan hacia mi culo mientras me aprieta con fuerza contra él. Me giro y me vuelvo todo lo que puedo para escapar de su rostro. Como resultado, su boca se encuentra con el lóbulo de mi oreja y un repugnante escalofrío me abruma cuando su lengua recorre mi oreja.
―Eres tan hermosa. ―Su aliento es cálido y pegajoso en mi piel.
Lo empujo, pero él no se mueve. Mi corazón golpea contra mis costillas y dolorosos zarcillos de miedo se clavan en mi estómago.
Trato de levantar mis rodillas, pero está demasiado cerca y se ha posicionado en un ángulo extraño. No tengo impulso y no hay manera de golpear su porquería.
―¡Jose! ―le susurro con urgencia cuando veo la feroz figura de Pedro aproximándose―. ¡Suéltame!
―Sólo quiero un beso. Sólo uno. No voy a hacerte daño.