domingo, 20 de abril de 2014

CAPITULO 57



―Ha pasado un largo tiempo. ―Carlos se aclara la garganta.
El aire está tan tenso aquí que se podía cortar con un cuchillo. Pedro asiente secamente antes de volver su oscura mirada a mí.
―¿Estás lista?
Doy un paso hacia Pedro pero la voz de Carlos me detiene de hacer todo el camino a él.
―Pedro Alfonso ―escupe el nombre de Pedro como si fuera veneno en su lengua y me asusta―. ¿Este es el tipo que estás viendo?
―Eso no es asunto tuyo ―Pedro corta por mí. Todas sus facciones se dibujan en líneas apretadas y lo veo trabajando la mandíbula.
Pedro, no ―murmuro, dando un paso más cerca de él.
Dejo que mis dedos rocen con dulzura su muñeca. Carlos ignora la agresividad de Pedro y sus ojos azules se cuadran en mí. 
Pedro es la razón por la que me mudé a Portland ―me dice.
Mis cejas se juntan cuando recuerdo que Carlos me dijo que se mudó a Portland después del divorcio con su esposa de doce años.
―Vamos, Paula ―exige Pedro cuando me toma por la muñeca y se vuelve hacia la puerta.
―Paula―Carlos me llama. Nunca he oído que su voz tomara un filo tan peligroso antes. Es escalofriante, profunda y me detiene en seco. Pedro deja caer mi muñeca y le espeta a Carlos.
―¿Cuál es tu maldito problema?
Carlos se destaca unos cinco centímetros más alto que Pedro, pero he visto a Pedro en acción. Carlos no tendría ninguna oportunidad.
―Estoy cuidándola.
―¿Por qué?
Los ojos azules de Carlos se disparan a mi cara aterrorizada y Pedro sigue su vista. Pedro sonríe su sonrisa confiada antes de volverse hacia Carlos y yo trago saliva.
―¿La quieres? ―asume Pedro y cuando la dura mirada de Carlos se tambalea ante su presunción, la sonrisa de Pedro se ensancha en una sonrisa
lobuna y su enorme cuerpo se desliza detrás de mí.
La parte delantera de su cuerpo duro presiona contra mi espalda. Las manos de Pedro se deslizan por mi cintura hasta mis caderas y las agarra con fuerza, tirando de mí con más fuerza contra él. Mi mirada se desliza a mi mesa de trabajo, a través de la lisa pared blanca y luego a un pequeño reloj de plata por encima de la puerta de Carlos. Miro a todas partes, excepto directamente a los ojos azules de Carlos.
―No te culpo ―comienza Pedro cuando sus manos se deslizan hasta mi cintura.
Mi cuerpo salta con atención cuando el calor empieza a estancarse entre mis piernas. Me estremezco. Ahora no es momento de excitarse por su toque. Pedro se ríe oscuramente contra mi oído cuando se da cuenta de que mi respiración se hace poco profunda.
―Ella sí que es algo.
Pedro―espeto en un susurro apremiante, pero él me ignora sumerge su cara en mi cabello mientras sus manos se deslizan hacia el norte hasta que sus pulgares fluyen sobre la base de mi pecho. Él inhala y gime, enviando ondas calientes de deseo a través de mí, así como inclina mi medidor de ira al punto de ebullición.
―Confía en mí cuando digo que ella sabe tan bien como huele.
Carlos arranca furioso hacia delante y Pedro tira de mí, metiéndome con seguridad detrás de su espalda.
―¿Qué vas a hacer, Carlitos? ¿Luchar conmigo? ―Puedo oír la sonrisa sarcástica en la voz de Pedro―. Hazlo. Te reto.  
Pedro y Carlos están cara a cara y no parece que vayan a dar marcha atrás en el corto plazo. Mi corazón golpea incómodo en mi pecho cuando una sonrisa tira de la esquina de los labios de Pedro y dice:   
―Sabes, una de las ventajas de ser un psicólogo es aprender cómo conseguir meterse dentro de las cabezas de la gente y averiguar lo que los motiva.
Siento que Pedro se vuelve de piedra.  
―¿Quieres saber lo que motivaba a tu padre? ¿Cuál era su mayor decepción?
Mi corazón se vuelve frío. ¿Carlos era el psicólogo del padre de Pedro en Seattle? Seguro que parece que sí. Hablar sobre el padre de Pedro es un gran no-no para Pedro. Él casi no me habló de él a mí y confía en mí. Sólo puedo
imaginar lo que le está haciendo, escuchar a Carlos mencionarlo.
Pedro, vamos ―digo, tirando de su camisa. Da un paso hacia atrás.
Ahora todo lo que necesito es tres o cuatro más de ellos y estaremos fuera de la puerta. Sigo tirando de él, y cuando llego a la puerta. marcos lo dice, las palabras que he estado orando para que las mantenga para sí mismo.
―Tú. Su mayor decepción eras tú.

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